Alejandro Ramos Melo
En medio del bosque, vivía un anciano con su perro en una cabaña. Hacía mucho que no tenían contacto con otros seres humanos. Comían frutas de los árboles y pescado que ellos mismos conseguían en el río, estaban totalmente aislados de la sociedad.
Una tarde lluviosa, el anciano salió a buscar comida con su perro, pero la llovizna creció hasta convertirse en tormenta y el cielo se tornó negro, había mucha niebla. El hombre corrió rápido a su casa para refugiarse, aunque tardó mucho en encontrar el camino. Cada momento que pasaba oscurecía más y el agua subía cubriéndolo todo de ella. Cuando logró llegar a su cabaña, no se veía nada, salvo el reflejo del agua correr.
El anciano se sintió aliviado de estar en su refugio, pero en la premura se había olvidado de algo muy importante: su perro. Era muy tarde para salir a buscarlo. En este punto, la oscuridad y la lluvia seguramente lo habían consumido. No durmió bien esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente de la siguiente, siempre que intentaba dormir escuchaba un ladrido de perro. Durante la mañana el tormento no era menor, por alguna extraña razón las huellas de su mascota se habían marcado y nada podía borrarlas, ni siquiera la lluvia de aquella terrible tormenta. Parecía como si su amigo siguiera acompañándolo en la cabaña: encontraba pelo de perro en sus muebles e incluso veía la silueta de su mascota justo en el lugar en el que solía dormir.
Jamás encontró el cuerpo del perro, pero él estaba consciente de que no había sobrevivido. Quizás su amigo canino aún no lo sabía, no sabía que estaba muerto, y por eso decidió quedarse para siempre con él.

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