Andrea Ortega Márquez

—¿Así que quiere uno?
—Sí, correcto, quiero uno. —Eran las tres de la tarde y ella estaba en el Departamento de la Familia mientras la trabajadora la miraba con aires de confusión.
—¿Está usted consciente de que su petición no es habitual? —La trabajadora se refería a que la gente como ella no suele hacer este tipo de solicitudes.
—¿Por qué lo dice, algo lo prohíbe? —No, nada lo prohibía, pero era extraño y hasta sospechoso para la trabajadora.
—No, para nada. Deme un segundo.
Y ahí estaba Julia, una mujer soltera de clase media, intentando adoptar a un niño. ¿Por qué no un robot?, le decían todos, es lo que la gente hace cuando se siente sola. Lo que la mayoría de la gente no entendía era que ella no se sentía sola, quería una familia.
La gente de clase media tiene robots, es así, trabajan demasiado y no ganan lo suficiente para alimentar a un bebé, los robots son más económicos; los de clase alta se adaptan, a veces tienen hijos para tomarse fotos con ellos cuando quieren ganar las elecciones o cuando quieren hacernos creer que son muy felices, a veces mandan a hacer androides realistas de sí mismos con su propia imagen infantil, los usan como terapia, curan su alma, intentan corregir su infancia solitaria; y los de clase baja, bueno, ellos sí deben tener hijos, mal comidos, viviendo apenas, sobreviviendo, pero ¿quién trabajaría para los ricos si los pobres no tuvieran hijos? Cuando llegan a cierta edad, los más fuertes se venden a las empresas como mano de obra. Con esta política, se dijo hace algunos años, se habían abolido las diferencias de clase, lo cierto es que simplemente eran muy buenos para cubrir el escándalo.
Julia no estaba ahí, en ese lugar donde se recogía a los “niños sin futuro”, para protestar por estas diferencias, ella estaba ahí para ser madre. Hace dos años su mejor amiga, casi su hermana, tuvo un bebé por decisión propia, aunque todos le dijeron que mejor comprara un robot. El niño nació enfermo, es muy común que muchos bebés no sobrevivan, y es muy caro el acceso a la pediatría, nada pudo hacer por él. Ella cargó su cuerpo por una semana.
—Hola, buenas tardes. Yo soy el Licenciado Jasia, y estoy aquí para hablarle sobre lo que conlleva realmente ser madre. Estas criaturas son niños, no robots, tal vez usted tenga uno en casa y fácilmente haya pensado que también sería genial tener un niño…
—Perdone que lo interrumpa, licenciado, pero, de hecho, yo no tengo un robot.
—Ahí está la típica soledad, la necedad de oponerse al feliz acompañamiento de una maquina amiga, hija o compañera, como quiera llamarla. Su problema es más bien psicológico o, quizá, ideológico, le recomiendo…
—Licenciado, no vine hasta el Departamento de la Familia por un robot, entiéndalo. —El Departamento de la Familia era relativamente nuevo, pero, piensa ella, no le parece muy útil para formar o proteger a la familia.
—Ya veo. Si ese es el caso, tome un turno para tramitar el Acta del Bienestar y…
—Ya la tengo…
—Oh, entonces deme un minuto. —El Acta del Bienestar es un documento que sirve para probar que eres mentalmente capaz de cuidar a un ser humano. Un asistente mecánico hace varias preguntas y mide tu pulso para asegurarse de que dijeras la verdad.
Ella se decidió a hacer su cita cuando escuchó en las noticias que el Departamento de la Familia ya no se daba abasto para albergar a los “niños sin futuro”, así les decían a aquellos que, por medio de un simulador vivencial, se determinaba que no tenían la fuerza o la inteligencia para el trabajo o que eran demasiado sensibles, que podrían ser artistas o pensadores, ya no se requiere a esas personas en nuestra avanzada civilización.
—Señorita, creo que todos sus papeles están en orden, solo necesitaríamos que consiga un sello del Departamento de Leyes y Justicia y que lo traiga aquí antes de
las cinco de la tarde, por favor.
—¡Leyes y Justicia! —Esa oficina está del otro lado de la ciudad, es imposible llegar sin un auto con propulsión aérea.
—Me temo que sí.
—¿Qué pasa si no llego?
—Tendrá que empezar el proceso desde cero.
Ni siquiera hizo más preguntas, tomó su bolso y salió corriendo. Rentó una de esas bicis con propulsión aérea. Se estaba esforzando con todo lo que podía al andar, pero veía cómo los autos voladores pasaban sin siquiera molestarse en mirarla. La gente que puede comprar autos con propulsión aérea tiene que preocuparse por muy pocas cosas y una de ellas, claro está, no es no poder llegar al Departamento de Leyes y Justicia. Pensó en pedirle ayuda a su madre para apartar un lugar, pero no la apoyaba con su pequeña locura, la maternidad no vale la pena, le decía la anciana, se supone que tú me sacarías de este cuchitril.
—Señorita, no puede pasar —Le dijo el oficial de Autopistas Mexicanas Autoaéreas.
—¡Por favor, es una emergencia!
—Señorita, es una bici que rentan en parques, claramente no es una emergencia.
—Así es, pareja, es una bici que se renta en parques, claramente no lo es.
—Pero..
—Ya se le dijo que no se puede. Lo lamento.
Ella vagó por el aire contaminado unos minutos, de repente sintió cómo la desesperación la invadía. Bajó a la tierra, abandonó la bici y empezó a correr con todas sus fuerzas, pero no iba a llegar ni en sueños, sin embargo, no pudo detenerse.
El hijo de su amiga solo vivió dos meses. Después de que ella lo cargara por primera vez, su amiga se había despertado todos los días preguntándose si su bebé estaba bien, si podía hacer algo más por él, por una persona que crecería y decidiría cómo vivir su vida, a pesar de lo que dijera la gente, no como un robot, verdaderamente podría decidir cómo vivir. Mientras corría con toda su energía, pensaba que deseaba eso más que nada, porque por más poco original que sonara, necesitaba sentir eso, necesitaba sentirse como una madre, que podía aportar un cambio verdadero a la vida de alguien. Sus pies ardían, su cuerpo dolía, sus pulmones ya no retenían el aire y ella corría, corría, corría…
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