Su última noche

Camila Penagos Domínguez

Iris Ailed Ronzón Montalvo

Ella corre, corre con todas sus fuerzas, corre por su vida.

Ana era una niña de tan solo diez años, feliz, graciosa y algo tímida; para muchos, la chica perfecta. Su estatus y poder eran altos, ya que su padre era un empresario de una famosa cadena de hoteles, mientras que su madre era una dentista de gran prestigio.

Esa noche, una noche de calmadas aguas que se convirtió en una terrible tormenta, cambiaría su vida. Ana estaba en la sala cuando sus padres partieron. Se despidió amorosa, le hubiera gustado acompañarlos al cine, pero la película no era apta para su edad.

Al cerrarse la puerta, Ana corrió a la ventana, una tormenta eléctrica con torrenciales de agua golpeaba el vidrio. Aun así, pudo divisar cuando el auto prendió su motor, vio las luces, vio las llantas girar y vio a sus padres salir por el portón de madera. Los vio alejarse hasta que, entre la oscuridad, neblina y agua, el vehículo se perdió de su vista,

―No te preocupes― le dijo la doméstica tomándola del hombro ―llegarán a casa― aseguró sin tener prueba de ello ―¿Quieres galletas?, las acabo de hornear― propuso, tratando de distraerla de su tristeza.

La doméstica no tenía más de un año de haber sido contratada; era amigable y dulce con ella, también lo era con sus padres, aparte de todo ello, cocinaba galletas deliciosas.

Comieron las galletas en la sala, algunas boronas cayeron en el sofá y las limpiaban mientras comían. Vieron una película de aventura y comedia. Jugaban juegos de mesa, contaron historias. Las risas en la sala eran escandalosas.

El reloj sonó a las nueve, con un sonido ladino que retumbo en las paredes de la casa acompañado por un estruendoso trueno, la tormenta había intensificado.

―Es hora de ir a dormir, Ana, vamos arriba― le indicó la empleada ―vamos a tu cuarto.

Ana, a pesar de que quería seguir despierta, sabía que al día siguiente tenía clases y no quería ir cansada.

―Bien, espero que mis padres lleguen pronto ―deseó la niña con ilusión.

―Espero lo mismo.

Algo dentro de Ana le dijo que mentía. Quizá por su cambio repentino de expresión o la voz falsa o, simplemente, un presentimiento.

Subieron las grandes escaleras alfombradas de la casa, se dirigieron entre la penumbra del pasillo hasta el cuarto de la niña y encendieron las luces. Su recámara era de grandes dimensiones, en colores pastel, con una gran cama y peluches sobre ésta.

―Vamos, cámbiate tu pijama y recuéstate, iré por un vaso de leche― anunció la niñera mientras salía del cuarto.

Ana hizo lo que se le dijo con rapidez. La sirvienta entró poco tiempo después con el vaso de leche, Ana lo bebió y se recostó nuevamente escuchando un “buenas noches” mientras se cerraba la puerta de su habitación.

Ana cayó en el mundo de los sueños…

Despertó a medianoche, tenía sed. Salió de su habitación echando un vistazo a la recamara de sus padres que estaba tal cual la habían dejado por la mañana. Esto le pareció extraño a Ana, ya que su madre le dijo que llegarían antes de las once.

Continuó caminando hacia la cocina, todas las luces estaban apagadas, sólo se dejaba guiar por la luz de la luna que se colaba por las ventanas y a través de las cortinas. Muchas veces había ido a la cocina por un vaso de agua, pero esta vez algo llamó su atención: la luz de la sala estaba encendida y se escuchaba la voz de la doméstica hablando con alguien.

―¿Con quién habla a estas horas? ―Se preguntó Ana.

No es que fuera chismosa, pero su padre le dijo que, si alguna vez veía algo sospechoso, debía ir a investigar con precaución o llamar de inmediato al 911.

Le pareció exagerada la idea de llamar a la policía por una tontería, eso le daría mucha vergüenza, así que decidió investigar.

―¿Ya hiciste el trabajo? ―preguntó la sirvienta a la persona que se encontraba al otro lado de la línea. ―Bien, ahora que eliminaste a los padres, es turno de la niña― expresó con rencor y una sonrisa llena de odio se mostró en su rostro.

Ana no supo cómo reaccionar, ¿sus padres muertos?, ¿por qué? Un dolor desgarrador atravesó su cuerpo, su corazón dolió como un flechazo directo. No podía seguir escuchando aquello, así que salió en forma cautelosa, regresando por donde vino, reprimiendo su llanto. Necesitaba llamar a la policía.

Subió las escaleras y entró al cuarto de sus padres, tomó el teléfono y marcó el número de emergencias.

―911, ¿cuál es su emergencia? ―se escuchó la voz en calma detrás de la línea.

―Hola, me llamo Ana y quiero reportar el asesinato de mis papás, estoy en casa con la responsable.

―Bien, mantén la calma. ¿Qué edad tienes, cuál es tu dirección? ―preguntó.

―Mi dirección es calle Monte Real, número 97, fraccionamiento Los Molinos.

―Bien, la policía se dirige hacia allá, ¿necesitas ambulancia?

―No, bueno, el crimen no es aquí, acabo de escuchar a mi niñera hablar algo sobre asesinar a mis padres ―explicó.

―Ana, ¿la responsable sabe de ti?, ¿dónde te encuentras en estos momentos?, ¿estás en peligro?

―Sí, ahora sabe dónde estoy, creo que quiere matarme también.

―Necesito que bloquees la puerta de donde te encuentras mientras la policía llega, no cuelgues la llamada, enciérrate allí y espera. Pronto llega la ayuda ―indicó.

Ana hizo lo que le indicaron, atascó la puerta y volvió al teléfono, antes de que respondiera, fuertes golpes sonaron en la puerta y se escuchaban gritos de la agresiva sirvienta, pidiendo que abriera, amenazándola.

Ana tomó un jarrón, dispuesta a defender su vida. La puerta no resistió los golpes y se abrió, la asesina entró con cuchillo en mano, dispuesta a matarla a sangre fría.

Trató de atacarla con el cuchillo, atravesar su cuerpo y terminar con ella, sin embargo, Ana era más rápida y la esquivó, los intentos fueron muchos, y en todos ellos la empleada falló sin dañarla.

Ana contratacó reventando el jarrón contra la nuca de su agresora, quien, ante el impacto, dejó caer el cuchillo. Ana lo tomó y corrió al pasillo, llevándonos al inicio…

***

Obra: Cuchillo/ Ana Sofía Ramírez Vázquez

Ella corre, corre con todas sus fuerzas, corre por su vida.

Bajó las escaleras con rapidez y se ocultó tras una pared para no ser vista, empuñando ahora el cuchillo con el que su atacante intentó apuñalarle momentos antes.

La empleada, desorientada, bajó apenas después, maldiciendo a Ana, quien no perdió la oportunidad de apuñalar a su presa. Los papeles se invertían, el cazador era cazado.

Hundió el filoso metal en el abdomen de la mujer mientras ésta soltaba un grito desgarrador. Las manos de Ana se empapaban de sangre, se sentía un monstruo por lo cometido, pero su instinto de supervivencia fue lo que la guio a hacerlo.

La mujer, antes de caer sobre el piso, sacó el cuchillo de su cuerpo y cerró sus ojos. Un charco de sangre sobre el suelo se hacía más grande.

Ana estaba atónita, se encontraba boquiabierta y no parpadeaba, mantenía la misma pose que cuando apuñaló a la mujer.

A lo lejos, logró escuchar las sirenas de las patrullas, le aterraba la idea de ser juzgada por todos e ir a la cárcel, el horror de perder su libertad y arruinar su imagen perfecta.

En un ataque de pánico, sin pensar, tomó el mismo cuchillo con el que había matado a la sirvienta y lo enterró en su corazón. Gritó tan fuerte como sus pulmones se lo permitieron. Todo empezó a dar vueltas por la falta de sangre en su cuerpo, el alma escapó de su cuerpo y cayó inerte en el suelo, terminando en la oscuridad y frialdad de la muerte.

Las sirenas se escucharon fuera de la casa, luego los golpes desesperados en la puerta, los gritos de los policías que entraron encontrándose con la devastadora escena, pero eso no fue lo más desgarrador…

Dos figuras los acompañaban con lágrimas en los ojos y el alma desgarrada. Eran las siluetas de los padres. Habían sobrevivido.

Los padres de Ana ahora miraban el cuerpo sin vida de su hija.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Blog de WordPress.com.

Subir ↑